Una de las pocas cosas que recuerdo claramente de mi infancia es que adentrarse en el terreno de las hermanas, como le decían, no era para cualquiera. No sólo me lo habían prohibido a mí, sino que los mayores tampoco lo hacían. Decían que un algún tiempo atrás vivían allí dos hermanas rusas que eran idénticas. Se contaba que eran muy extrañas y que no se daban con nadie. Un día, una noche en realidad, el rancho se había prendido fuego con ellas dentro.
Como no tenían parientes conocidos, y nadie se presentó a reclamar nada, el terreno se había puesto a remate. Pusieron un trapo blanco en uno de los postes del muelle y se notificó a todos los vecinos, pero nadie se presentó. La gente no quería saber nada porque, al parecer, sólo habían encontrado el cuerpo de una de las hermanas. Se creía que la otra había huido y vivía sola en el monte, o que se había hecho fantasma, o las dos cosas. Todo el mundo estaba seguro de que la casa estaba maldita. Los vecinos aseguraban que de noche se volvía a ver el incendio, que se escuchaba a las hermanas gritando y otras tantas cosas más.
La bandera blanca que habían colgado se fue ensuciando y rompiendo con el tiempo, y al lugar le empezaron a llamar Trapo Blanco.