Vida de viajero

Cuando tenía ocho o nueve años, desde un sillón azul en casa de mi padre, salí a recorrer el mundo en compañia de huérfanos, buscando al Capitan Grant. Cruzamos pampas, montañas y océanos hasta tierras lejanas que ya poco recuerdo. Fue, tal vez, aquélla aventura la que encendió mi alma de viajero.

A los quince años, lo llevo aún grabado en las retinas, desde otro sillón, amarronado y cómodo, divisé por primera vez las murallas de Basora. Volvía con Simbad de tierras extrañas.

No fue sino hasta pasado los veinte, que conocí Barad Dur, las profundidades de Moria, y los hermosos bosques de Lotlhorien. Luego vinieron Finisterre, Atuan, Dune y otros tantos lugares que se mezclan en la memoria del viejo. Vagamente recuerdo que me trepé al balcón, desafié la tempestad, vengué cierto orguyo paterno y presencié la traición en casi todas sus formas. Me paré sobre la tumba de Ricardo Reis, volé en passarola y ayudé a construir el convento. Salvé los libros que pude cuando se quemó la abadía, y caminé hasta el hartazgo tras un loco llamado Baudolino.

Ya de grande volví a Comala. Viví un tiempo en Santa María, combatí con el Gringo para Pancho Villa y ví morir a Artemio Cruz, a Funes, al Capitán que no lo era y a Borges, en un boliche del Sur. Pero no importa que tan lejos vaya, siempre vuelvo al sillón; eso es lo que dicta la trama.

Y por último ahora, de viejo, cometo la imprudencia de vivir mis propias aventuras, casi siempre dando vueltas por aquel río mítico cuyas aguas marrones no se mueven.

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