Figúrese que era de tardecita ya, y la temperatura no bajaba de los treinta grados. Y el colectivo, que no llevaba menos de sesenta personas. Andábamos todos achicharrados. Como si el colectivero hubiera pactado con el demonio para entregarnos a todos juntos.
Yo le voy a decir que nunca había visto tal apretuje. Y la incomodidad. Porque por más respetuoso que uno sea, no hay manera de no tocar algo. Y más calor.
Diga que yo tenía que ir hasta Puente Saavedra, que es donde se baja la mayoría. Y hasta me pregunto si es que todos tienen que ir a parar allá, o si los bajan de prepo, a los puros empujones. De una forma u otra, conseguí liberarme, con lo que, o bien el colectivo no iba al infierno, o bien me le escapé al diablo justito de abajo de las barbas.
Con la camisa pegada al cuerpo, todo acá atrás, me quedé en la parada, arriba del puente. Y el vientito me volvió a la vida.
Yo venía de una obra en Capital. Un conocido de mi padre que vivía acá, me había mandado a hablar con un tal Cannestra. Y fíjese usted lo que es conocer, porque el hombre este me tomó casi sin hacer preguntas. Yo estaba contento como perro con dos colas. Tenía mi primer trabajo en Buenos Aires y eso, para alguien que viene del interior, es más que importante.
Me acuerdo como si fuera hoy: había dejado plata escondida en la pensión, y tenía encima algunos pesos. No me sobraba nada, pero me dije: ¡Qué va! por lo menos puedo festejar el trabajo nuevo comiéndome un choripán. Me metí en uno de esos puestitos que hay cerca del puente. Y me tomé una buena cerveza, que ese día, con tanto calor, sentaba muy bien.
Cuando terminé la botella y el chorizo, me pareció que el mundo estaba como más liviano. Pero no había perdido del todo el equilibrio, así que pude volver a la pensión bastante derechito. Y ni la dueña se dio cuenta al saludarme.
Al otro día, me levanté bien temprano para llegar a tiempo a la obra. Pero no sé si serían los nervios o qué, cuando me quise tomar un mate, se me repitió el choripán del día anterior. Y mire cómo estaría, que me lo volví a comer. Y hasta me dejó satisfecho.
A eso de las doce pararon todos para el almuerzo. Yo traté de convencerlos que no era por despreciar ni por vergüenza, pero seguía repitiendo el chorizo.
Aquella noche no probé bocado. Parecía que me lo hubiera comido recién. El sabor de la cerveza incluso, me refrescaba la boca. La verdad, pensé, es que me ha salido barato, porque he pagado por uno, y ya me he comido unos cuantos.
Al otro día seguía igual, y al otro, y si bien para fin de mes me propuse seriamente ir al médico, me dio lástima gastar lo que me había ahorrado en tan buena ley.
A los pocos meses, me mudé a un departamentito. Le juro que no extrañé el baño compartido con los demás pensionistas. La obra se terminó, pero al Maestro Mayor le gustó cómo trabajaba, así que me llevó a otra que estaba dirigiendo. Yo, mientras tanto, seguía repitiendo el choripán. Y seguía ahorrando.
Me compré unos pantalones nuevos y una camisa, que el vendedor me dijo era de última moda. Me fui arrimando al Club Social, y si bien yo nunca fui un gran bailarín, me conseguí compañera.
Bailamos largo. Tuvimos dos hijos, el Maestro Mayor me nombró Capataz, y con el tiempo pude terminar la casita. Los pibes se casaron, hicieron su vida. Y un día quedé yo solo, que casi no quedo, porque me cuesta llegar hasta la cocina. Pero en general, no tengo de qué arrepentirme.
De tanto en tanto me acuerdo de algunas cosas: el helado; las galletas, como las que hacían en mi pueblo; o el sabor del tinto. Pero llegué a acostumbrarme a repetir el choripán, y ahora que estoy así de viejo, no voy a andar cambiando. ¿No le parece?