Licantropía

Cuando toma la senda peatonal para el trote diario de las tardes, siente que al fin la bronca y las preocupaciones del día empiezan a aflojarse de sus músculos. Por extraño que pudiera parecer, este desgaste final lo ayuda a aflojar las tensiones y a recuperar la energía que perdió durante el día.

El parque se tiñe de rojo. El sol se desangra sobre los árboles como anticipando el crimen del día. Debajo, los corredores son una larga hilera de hormigas que siguen las huellas de la costumbre.

Se siente vivo. Puede verlos y se puede ver viéndolos. Los árboles y los otros corredores quedan atrás, él aprieta el paso. La fuerza de la vida bombea con fuerza en sus oídos. Los últimos brillos del día deforman la visión. El mundo está inyectado de sangre,  mientra la señora Luna lo invade todo.

El cuerpo despide pequeñas gotas de agua que quedan atrás con los coléricos movimientos de la corrida. Los puños zarpan el aire como arañando el terreno. Los pasos se alargan en zancadas inverosímiles. Los músculos de la cara se endurecen, y aprietan las mandíbulas que sólo se abren para alcanzar la bocanada de aire que la larga nariz no termina de absorber. La falta de líquido se transforma en una sed metálica, extraña y famélica, que inunda los pensamientos y enerva los sentidos. El cuerpo es un máquina asesina disociada de la mente.

 

La noche ha caído. Hay una bruma impenetrable que los turbios rayos de luna desgarran a través de la copa de los árboles. El mundo es una huella negra y la oscuridad reina apenas demacrada por las luces lejanas de la calle. El pensamiento se torna difuso. Oscila entre la ira animal y el cansancio de la jornada, divaga entre el camino y la vuelta a casa. El agua fría en el estómago, el agua caliente sobre los hombros, la sensación de cansado relax entre las sábanas y las voces lejanas en el televisor.

El cuerpo en cambio, sudoroso y agitado, se revuelve en la sangre de la presa fresca.