Los juntapiedras

Comencé a juntar piedras desde chico, yo diría que desde que tengo memoria. En un principio no entendía por qué; ahora no importa.

A medida que fui creciendo, mi padre me enseñó a juntar piedra tras piedra, a practicar y a esforzarme por que cada una fuera más grande que la anterior. Parte importante de mi educación fue aprender a respetar y admirar las pilas de piedras dejadas por mis antepasados y por los grandes hombres del pasado. Ellos nos legaron inmensas pirámides rocosas a las cuales admirar.

A medida que crecí, las piedras se fueron haciendo más grandes. Un nuevo logro era poder juntar una mayor a la anterior. No fueron pocos los amigos que perdí bajo una ambición desmedida que nunca pudieron terminar de levantar.

Ya hombre, aprendí a confeccionar bolsas más grandes, para poder llevar más piedras. De tanto en tanto, a la sombra de alguna pared montañosa o en el resguardo de la noche, volvía a abrir mis bolsas y rebuscar los pequeños guijarros inocentes que junté de pequeño. El recuerdo de esas proezas menores no pocas veces me llenaron de lágrimas.

Para cuando fui viejo, las bolsas de piedra se habían acumulado tanto que casi no me permitían respirar. La acumulación, creo yo, es como una gran piedra formada de pequeñas partes. Las formas punteagudas y las depresiónes que se forman en la bolsa, de alguna manera nos definen.

Un día las bolsas se rompieron. Tuve miedo. Pensé que toda la obra de mi vida se había destruido. Todas mis piedras cayeron al piso de repente y formaron una gran montaña, más pequeña que algunas que he visto, mayor que muchas otras. La sensación fue increible. Liberado de aquel peso comprendí al fin por qué los mayores ya no están con nosotros.

Cuando las piedras se caen, uno puede ir a donde quiera.

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