A José Saramago.
En las islas, donde acaban muchos ríos indecisos, se queda todo aquello que por vértigo indescriptible o esperanza de vuelta atrás no ha querido, o no ha podido, hacerse a la mar; entendiéndose que tal cosa no es tan fácil como un súbete a este bote que te llevo, porque a diferencia del hombre, y no de todos ellos, hay cosas con raíces, como los sentimientos, o arraigadas, como los árboles, que entonces no son enteramente libres de ir adonde han de irse ni pudientes de quedarse donde quisieran. Y entonces quedan como flotando, siempre arrastradas por una corriente que nunca termina de llevárselas, y siempre atascadas en una tierra donde nunca terminan de asentarse. Son, entonces, espíritus que están y no están, y a lo mejor, entre tanta idayvuelta de soles, se pierden en el tiempo.
A mí me encanta mirar al viejo sentado en el muelle. Su cuero es un manta gruesa y arrugada que cubre unos cuantos huesos cansados con la esperanza de que el sol no los carcoma, ni la noche los enfríe más de lo prudente, ni terminen desparramados por esta tierra que ni lo es, porque cuanto más, llega a recuerdos de río amontonados, uno sobre otro, en tal cantidad y con tanta obstinación que, como a los recuerdos, le empiezan a brotar hojas nuevas en la superficie, por aquello de que la memoria es plástica y antes deforma que olvida.
En los ojos eternamente marrones del viejo fluye el río. Y quién podría asegurar que no fueron alguna vez azules de mar gringo, o negros de moro pensamiento, o tal vez esos ojos lavados de galleguito que se perdió en el mar y terminó indiano. Los ojos, por el ver, tienen tanto derecho como el que más a quedarse prendados del paisaje, y estos, que tanto tiempo ha que ven este mismo río y este mismo barro pudieran por fortuna, o sin ella, haber elegido el marrón, que no el verde, y así se quedaron. No ha de ser el viejo quien los llame a la razón, si por mucho mirar no hay forma que el humano se mire más que con reflectarios artilugios que aquí no tienen cabida alguna: ni siquiera el río imita al cielo, ni el cielo al río, ni el monte a ninguno de ellos.
El agua se hace pilote de madera dura, probablemente traída del Chaco, y la madera se hace silla vieja poco antes de hacerse viejo. Los huesos se apoyan sobre la paja que las patas de la silla tensan bajo él. Y aquí uno podría caer en esas credulidades de pensar que la silla es tan solo un adminículo accesorio al viejo y no parte del viejo mismo; pero entonces tal vez convendría recordar, si podemos, la cantidad de días que esta pegada a la misma piel que la pelvis, salvo que del otro lado, y entonces a lo mejor convendría ensayar algún término científico, o médico, como esqueleto externo, o secreción de espera, tanto porque no sabemos si la silla estaba allí desde antes de la llegada del viejo, como si la misma se fue formando de paciencias muertas que, una tras otra, se han sumado por incontables jornadas alternando fríos y calores bajo el viejo.
Sobre la cabeza del viejo bailan, al influjo del viento, un centenar de sombras entre los últimos sobrevivientes de una cabellera cuyo color desgastado no podremos adivinar. Sea por efecto de este río que tanto tiene de Leteo como de Aqueronte, sea porque el cabello de los hombres toma el color de sus pensamientos, cosa poco probable, o de sus esperanzas, poco creíble, digamos entonces que cuando se da cuenta que la vida se asemeja a un muelle en el que se espera la barca de Caronte, y aquí si, hemos llegado a una imagen conocida, es entonces que empieza a interesarse por otras cosas, otros estudios, otros menesteres, y con los viejos desaparece el color del cabello. Por supuesto hay quien dirá que es mucha palabra para la sabiduría de las canas, pero habrá que tomarse el tiempo para pensar si de sabiduría se trata, o de humanidad crecida.
Gustavo Ripoll, junio de 2010.